Alejandro Ruiz-Huerta

by Juan Diego Madueño

A Alejandro Ruiz-Huerta lo veía todos los días en la Facultad de Derecho de Córdoba. Casi siempre en compañía de Annaïck, nuestra profesora de Constitucional, tomando café en la barra de la cafetería o caminando por el claustro. La barba le oscurecía la cara. Parecía demasiado serio. A las pocas semanas de iniciarse el primer curso pasó por delante de nosotros. Descansábamos entre clases apostados en la puerta de la antigua aula magna. Puedo oler esas mañanas frías, los tonteos torpes. Alguien susurró algo sobre un atentado y Atocha, nunca hubo concreción al respecto. A partir de ese momento Alejandro Ruiz-Huerta se convirtió en el tipo al que tirotearon de joven en una pierna. Sin más: “Un rojo”.

Cinco años después de mi último día en aquel edificio por donde me movía feliz y despreocupado, la Policía ha detenido a Carlos García Juliá. Leo las dos entrevistas de la periodista Leyre Iglesias a Alejandro Ruiz-Huerta y me siento estúpido por las risitas, por la oportunidad desperdiciada. Ni siquiera Annaïck me miraría con compasión, como hizo tantas veces. No sé si Ruiz-Huerta, que vio morir ejecutados a sus amigos con la misma edad que tengo ahora, nos dio clase algún día. No lo recuerdo.

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La finca portuguesa de la familia de Carol es enorme y quebrada, ideal, según dicen, para la caza. Los bichos aparecían entre los matorrales o correteaban en grupo. Verlos está bien pero no me entusiasma. Las paredes de la casa estaban decoradas con los trofeos de calaveras, cabezas disecadas y colmillos. Me impresionó la parte repleta de búfalos –la última cabeza rozaba el techo a gran altura–; sobre nosotros, que bebíamos y reíamos en aquel salón, parecía una instalación artística enviando algún mensaje. Tampoco me preocupé por descifrarlo. El viernes cenamos lasaña de gamo. Y el sábado, víspera de las elecciones andaluzas, comimos carne a la brasa en un claro del bosque, sentados en una mesa larga y estrecha las cinco parejas y media. Marta viajó sin Ángel. El pollo asado de la última cena también estaba buenísimo. Mer se enfadó conmigo porque confesé que no había votado ni ahora ni en las convocatorias anteriores, generales o autonómicas. Pues si no votas no te puedes quejar, dijo. Ese argumento siempre me ha parecido una mierda, le respondí. El resto participó de la discusión floja. Clara intentó ayudarme. Definitivamente, estaba en minoría.

Los hombres habíamos jugado al póker por la tarde. El viernes perdí la primera mano, cuando aún no habíamos retirado los comodines. El sábado se la devolví a Jaime, que apostó todo como Borja y perdieron, también en la primera jugada. El amigo invisible, los jerséis navideños y el juego de mesa –qué aburridos son– nos metieron en la cama sin que nos diéramos cuenta. Al día siguiente, desayunamos los últimos.

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El viaje a Zaragoza en autobús no fue tan penoso como imaginaba. Consumimos, en total, siete horas del día en el trayecto. Leí El Mundo sin marearme. Se agredece que los periódicos impresos tengan batería siempre y no digan la hora. Ver a Andrea, aunque fuese por un motivo triste, mereció la pena. Nos reímos. Siempre se activa la misma conexión entre los que nos conocimos en Módena. Un soplo, no sé. De vuelta en Madrid cenamos con Lucía en la Mucca de Almagro. Nos repusimos rápidamente del viaje y bebimos los tres en un bar de Chueca y en el Triskel y acabamos en Lavapiés, haciendo cola para entrar a Candela. Vi dos argentinos vestidos con el chándal de River Plate caminando por Santa Ana. Adolfo se quedó con nosotros. Me decepcionó un poco que el camarero no me reconociera después de la charla que tuvimos un domingos de madrugada, cuando se había ido todo el mundo y me enganché a la barra con Carlos. Al menos pudimos comprobar que, tras siete años, Clara, por fin, baila algo parecido al flamenco. Llegamos a casa a las 8 de la mañana, justo un día después de quedar con Tito para ir andando juntos a la estación de autobuses. Como no aguantaba y sólo tenemos un baño, bajé de nuevo a la calle a mear en un árbol.