Cada pasada del paño húmedo por los botos derrumbaba la ficción del fin de semana. La Nivea engrasaba la piel y la realidad. Era lunes, había anochecido pronto de nuevo, por la ventana de la cocina entraba una oscuridad fría, la luz fluorescente atrapaba la loza del suelo y mi madre se movía de un lado a otro preguntando cosas que ya sabía. Había poco hogar en el tránsito del desorden a la limpieza. A ella la escuchaba lejos y respondía con monosílabos, con ese tipo de actitud que la enfurece. Sentado en la silla donde tantas veces desayuné ensimismado con las ramas del plátano de sombra que tiene mi edad daba vueltas al calzado arropado por una sensación penosa de vacío, de final, sin encajar en mi propia casa. La cama sin hacer, los zapatos en mitad de la habitación, las cajas de los sombreros una encima de otra y los trastos apelotonados en la bañera eran los cascotes. Sólo tenía ganas de dormir.
Delante del horno de piedra trabajaba Pepe. La aguja marcaba 300 grados y allí estábamos unos cuantos, rodeando la cocina al aire libre, esperando las pizzas en el jardín de la casa de Fátima. No había suficiente guacamole y el alioli artificial, ensamblado en el envase amarillo de plástico, es deslumbrante la posibilidad de ser el primero en romper la superficie blanca, lisa y espesa del producto, no había tenido éxito. Un fuet empezado y doritos abiertos, pocas cervezas. Las conversaciones recordaban algún instante, aquella voltereta, el meme de la portagayola, el día soleado, la fiesta y las palabras se hacían cada vez más finas, imperceptibles al crujido de los bordes, del pollo y el champiñón horneados. La reunión estaba agitada por la resaca de los días intensos y todos estábamos distanciados de los otros, o al menos lo percibía así, en manga corta, aparentando que no tenía frío. En realidad no lo tenía. Juan y mi hermano, abrigados, me lo habían comentado y cualquier movimiento que hiciera era vigilado, como mi cercanía al horno vacío o los brazos cruzados. Tenía un frío impuesto. Ya en casa me dormí en el sofá.
La comida en Foster’s fue peor de lo que esperaba pero al menos comí sin el remordimiento de las calzonas apretando mis muslos anticonstitucionales. Hubo calidez al fin, todo estaba más unido y el diálogo en la mesa era uniforme, compacto. El festivo marcaba un domingo intercalado, a la mañana siguiente volvería a Madrid y el resto a sus trabajos. El otoño, un sol que calienta menos y esas horas previas de la vuelta a la rutina siempre golpean el recuerdo de mi infancia paseando entre los bosques de diseño del Jardín Botánico, el sudor seco de los invernaderos, el pabellón americano y sus olores. Juan Baena desapareció y en la pick up de Popi subimos Yépez, mi hermano, Juan y yo. La pequeña plaza de toros parecía mucho más pequeña que el sábado. El domingo por la noche habíamos ajustado las cuentas con Rocío y el festival y la fiesta eran en ese momento un reguero de vasos, alguna botella, marcas en el suelo, fotocols vacíos y amplitud y silencio. Los campos en barbecho se extendían detrás ahogando el ruido del motor de los coches. El viento incomodaba, sordo. En el ruedo, el rastro que dejaron los cadáveres de los novillos apuntaba al patio de cuadrillas, la cal apenas se distinguía y el albero estaba moteado de montículos y huecos, montañitas de arena como olas que recorrían toda la circunferencia. Una raya de salmorejo se escurría en el suelo. Lo desmontamos todo casi sin hablar, vigilados por un camarero malencarado, borde y apático, que enmarcaba su cara redonda por una vergonzante perilla perfilada y cortada al mínimo, gordo, la reconocible imagen del fracaso, un centinela que recordaba que la vida es más bien eso. Los burladeros, nuestras imágenes a tamaño real, las pelucas. También los adornos de los balcones. Volvieron las rejas al palco del presidente. La tarde caía sin prisa y anocheció cuando entrábamos en casa. El Madrid perdía 3-0 y volvimos a cenar fuera, como quien bebe, a refugio de la apatía. Entrar en el coche de Juan sin la ropa de deporte resultaba extraño. Estrujábamos, mi hermano también, las últimas horas juntos después de un mes viviendo otra vida.
Decidí llegar al tren con algo de tiempo esta vez. Creía tenerlo todo empaquetado pero un mensaje a WhatsApp descubrió la identidad al rumor de olvido que me acompaña siempre en esas situaciones. “Lo sabía”, dijo mi madre. Pues si lo sabía podría haber avisado antes, pensé. Apenas pude leer una línea del libro que llevaba. Pasé el viaje viendo de nuevo todas las fotos, los vídeos y bajando y subiendo Twitter. En el asiento de al lado estaba sentado un señor amable pero impertinente, que ocupaba mucho, sonreía y tenía el pelo blanco. Se levantó dos veces que a mí me parecieron quinientas. Cuando volvió me encontró sentado en un asiento libre. El Alvia traqueteaba. Delante hablaban de trabajo. Está bien viajar en tren pero nunca he encontrado qué lo hace tan fascinante para el resto. El avión sin embargo despega y aterriza y tu vida depende mucho más de la tecnología. En Madrid había un sol despejado, una mañana luminosa, colas para coger al autobús y coches aparcados, coches circulando y coches parados. La gente salía sin prisa, cargados con maletas, apretando carpetas. Conduje un Emov hasta casa y perdí el tiempo antes de comer con Clara. La ví de lejos y se produjo una situación rara al saludarnos en la distancia, como si nos hubiéramos conocido ayer. Agoté la distancia hasta ella intercalando miradas al suelo y al frente. Un taxi me recogió a las cinco. En los estudios de Movistar Plus esperaba Simón Casas, impaciente, mascando la palabrería. Cruzamos los tornos junto a Carmen y a mí me parecía no estar allí.
El viernes sentí cerca el mismo malestar del sábado. Mis padres me encontraron tirado en el suelo. Escuchaba la música y sentí vibrar el móvil, pero no podía reaccionar. Desde lejos sólo se me veían las piernas detrás de una cortina. Había vomitado por encima del muro de piedra y no me quedaba nada. Escupía saliva espesa y me apetecía dormir, allí al raso, sentado. Clara insistió metiéndome los dedos en la garganta cuando no podía ni hablar. El olor a tabaco me repugnó y me recordó a las noches en Bologna, saliendo de Tresor dando tumbos. Nos habíamos juntado unos cuantos para despedir a Hugo, que se casa en diciembre, y dejé de beber en cuanto lo noté. El vino, las dos copas en la sobremesa, otras cuantas por la tarde, acercaban la meta de frío y vómito. Al día siguiente volví a la redacción despues de una semana sin pisarla y fue triste. Siete días después hacía un buen día fuera, suficiente para salir de allí y mandarlo todo a la mierda. Los teletipos se escurrían, parpadeaba la home y las órdenes. Había una claridad diferente, perdí al pin pon. Todo resultaba artificial.
A las once salí, me reencontré con Clara y unos amigos suyos. Bebí sin problemas. En El Cuento la gente bailoteaba, brillaba el telón proyectando la NBA mientras Gabi me contaba su vida en Namibia. Me acordé de Miguel en París. Pepote, al que acababa de conocer, se sujetaba con una columna mirándo fijamente a una tipa sin escucharla. Ella gesticulaba, movía la cabeza. Él mantenía los ojos muy abiertos y media sonrisa etílica, un barco a la deriva anclado en medio del pub repleto de oficinistas de bigfours. En Madrid todo sigue exactamente igual. “Es de Barcelona pero le gusta el flamenco”. Las adversativas, ahorrar, trabajar, el contrato. Qué aburrimiento. La vida sublime no es ni siquiera un espejismo.